No es extraño subir a un colectivo y encontrar todos los asientos individuales ocupados. Ya sentados en un asiento doble, es común que doscientos metros mas adelante suba una madre muñida de su correspondiente hijo de 3 o 4 años, y se siente a nuestro lado. No es necesario indicarle al chico que se quede quieto para que empiece a moverse como un enfermo de parkinson bajo una descarga eléctrica. Te mete las manos sobre el libro o el diario, señala algo y su dedo se incrusta en tu ojo, o mueve los pies como si con ellos estuviera batiendo claras a punto nieve. Obviamente, el destino de las patadas del simpático infante es uno, que ya hace un rato largo que intenta leer un poco y tolerar al crío antes de colgarlo por la ventana para que vaya cabeceando la fila de autos estacionados. Como decíamos, el pequeño gurrumín te caga a patadas, y obviamente, la mugre de sus zapatitos termina en TU ropa. Nada grave, después de todo es un poco de tierra, sacudiendo un poco, casi no se nota. Excepto, como me sucedió esta mañana, que el niño en cuestión, un minuto antes de subir, pise un suculento sorete.
Hace 11 años.
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